El Barón Erasmus Lueger era un varón de armas tomar. Por lo que he leído sobre él me lo imagino como un hombre atractivo, de fuerte temperamento y muy fiel en cuanto a amistades se refiere. Aunque no se menciona nada sobre su vida amorosa, el Barón que tengo en mente fue mujeriego, pero no enamoradizo. Un topillo de la montaña (en este caso del castillo). Más interesado en las hazañas bélicas que en los lances del amor, el Barón vivió un dilema político, puesto que tuvo que elegir entre dos grandes reyes: Matías Corvino, rey de Hungría y el Emperador austríaco Federico III.
Como haría cualquier investigador que se precie, me he desplazado este fin de semana a ver el castillo. Este cuadro cuelga en sus paredes, pero no pone quién es. Dicen que se trata del Barón. Desde luego me hubiera gustado que fuese más guapo, pero al menos le gustaban los perros.
A pesar de ser Federico III (el austríaco) quien le regaló el castillo, nuestro caballero apoyó a Matías Corvino (el húngaro) en su ataque a Trieste, lo que evidentemente disgustó al emperador Federico (y con razón). El caso es que el emperador empezó a cogerle manía.
Y en esas estábamos, cuando, un día en la Corte, un tal Mariscal Pappenheim comenzó a desacreditar a un caballero amigo de nuestro héroe, Andreas Baumkirchener, que había caído en desgracia (otro que tal) ante el emperador Federico, y que por estar en esos momentos en la cárcel, no estaba presente para defenderse por sí mismo. Como nuestro protagonista no era precisamente un hombre de sangre fría, y porque en esa época las cosas se solucionaban así, ni corto ni perezoso, el Barón Erasmus Lueger lo mató.
La mala suerte fue que el Mariscal en cuestión era un pariente del Emperador austríaco Federico III, que ya harto de la provocación persistente del Barón, aprovechó el calentón para sentenciarlo a muerte.
Erasmus Lueger fue encarcelado y ajusticiado.
Mientras esperaba su tenebroso fin en un oscuro calabozo, un fiel amigo planeaba meticulosamente su huida. No dispongo de los detalles ni he podido confirmar con fuentes fiables si su amigo sobornó al carcelero en plena noche, entró sigilosamente en la celda, despertó a su amigo al tiempo que le tapaba la boca con la mano para evitar que éste hiciera ruido en su sobresalto; y tampoco si huyeron ambos con ropajes sin encajes ni florituras para así ser confundidos con hombres corrientes, y no con unos caballeros otrora valientes en batalla y reconocidos en la Corte.
El caso es que fuere como fuere, Erasmus huyó junto a sus fieles amigos y se refugió en el castillo de Predjama, el único que no estaba custodiado por los soldados del emperador.
Y aquí comienza la leyenda de nuestro héroe. Según Valvazor, la leyenda cuenta que Erasmus se disfrazaba como un simple campesino y salía por una de las múltiples salidas secretas que tenía el castillo (el castillo estaba adherido a una roca que era un queso gruyere de cuevas y túneles) para robar a ricos, terratenientes y nobles, y posteriormente entregar su botín a los más desafortunados. Sí, así es, nuestro Barón fue el Robin Hood Esloveno. (Nuestro antes noble y terrateniente se pasa al otro bando cuando ya no le queda nada de nada. No sabemos nada de sus obras benéficas durante su época boyante).
A pesar de sus supuestas buenas obras (quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón), el destino es el destino, y el emperador austríaco Federico III no descansó hasta encontrarle, Encargando al Señor de Trieste buscarlo en todos los rincones y ejecutar la sentencia que en su momento impuso.
El triestino finalmente lo encontró. Se cuenta por ahí que fue realmente el Barón quién se divertía retándolo, hasta que en uno de los encontronazos, el Señor lo siguió hasta el castillo.
Pero eso era lo de menos. Ya lo tenía. Por fin. Decidió asediar el castillo y dejarlos sin agua y comida hasta que todos sus moradores, incluido el barón, saliesen al exterior desesperados por la falta de alimento.
Pero el tiempo pasaba y pasaba, y ahí nadie se rendía. Nadie salía pidiendo ayuda. Nadie ondeaba la bandera blanca. Cuantos más meses transcurrían, más se desesperaba el Señor de Trieste (y cualquiera que conozca esta ciudad sabe que uno la echaría de menos, y si no, que le pregunten a Luis). Comenzó a pensar que el Barón tenía cierto pacto con el diablo, que hacía malas artes (y no iba mal encaminado, todos sabemos que estaba incumpliendo uno de los mandamientos fundamentales de la ley de Dios).
Lo cierto es que el barón salía por las cuevas junto con sus fieles y leales amigos para buscar todo aquello que necesitaban y que no podían encontrar dentro de sus seguros muros. Se divertía torturando a nuestro paciente (no por mucho tiempo) Señor de Trieste, al que envío, en el colmo de la chulería, un pavo asado y cerezas frescas que nunca hubiesen podido crecer dentro del castillo.
La situación se prolongó durante más de un año, hasta que uno de los sirvientes (que claramente no debía de estar bien pagado), le descubrió.
Una noche, cuando nuestro Barón se encontraba donde nadie podía reemplazarle, el maligno sirviente iluminó con una antorcha el lugar y el Señor de Trieste ordenó disparar unas balas de cañón hechas en piedra y del tamaño de un balón de fútbol.
Acertó.
Nuestro Barón murió.
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