Michelle es el íntimo amigo de Luis en Liubliana, Eslovenia.
Michelle es diplomático. Italiano. Rubio. Alto. Lleva gafas. Toca la guitarra, y según me enteré el otro día, habla seis idiomas.
Luis y Michelle están de acuerdo casi siempre, y les encanta reunirse para desesperarse y desesperanzarse el uno al otro cada fin de semana. Todos los domingos, cuando yo estoy en Madrid, me llaman desde Trieste (su refugio italiano) para decirme que no aguantan más, que están hartos de “Kutriana” (qué injusto, con lo bonita que es esta ciudad) y para confirmarme que Michelle ha decidido casarse, a pesar de ser un ferviente creyente de la poligamia pasiva (por el momento). Los domingos son muy, muy malos para un ánimo como el de éstos dos grandes pesimistas.
A pesar de todo, Luis y Michelle son tipos divertidos.
Se llevan tan bien que cuando conocí por primera vez al Embajador de Italia (su jefe directo), éste me preguntó si yo era la segunda mujer de Luis. A lo que yo, atónita y ciertamente preocupada le contesté: “que yo tenga entendido, la primera y única, Embajador”. Él negó con la cabeza y señaló a Michelle. Esa fue la primera vez que le vi.
Esta gran amistad ha tenido consecuencias directas en mi ocio en Liubliana. Luis sólo conoce un tipo de restaurante. El de las camareras guapas. Altas. Delgadas. Morenas. Balcánicas. ¿Volcánicas? Es muy útil para recomendar sitios donde comer a nuestros esporádicos visitantes. “Definitivamente tenéis que ir al restaurante de la camarera morena que mide 1,80 y tiene ojos verdes” o “No, ese sitio ha cerrado. La rubia de busto generoso ha decidido jubilarse con 18 años”.
Sin embargo, Luis y Michelle tienen un gusto completamente distinto respecto a las mujeres.
Los dos son invitados a los mismos cócteles, con la misma gente, continuamente. Como dos imanes, empiezan saludando a unos y a otros, para irremisiblemente terminar juntos en el centro del salón, chinchando a algún diplomático inocente sobre alguna postura política tabú.
Para superar su desgana frente a las innumerables Fiestas Nacionales, en la última, la Fiesta Nacional de Letonia, ambos decidieron beberse unos cuantos litros de cervezas letonas, un arsenal de vodkas, y varios “venenos nacionales de Letonia” (compuesto de, cómo no, vodka y licor de grosellas). Yo estaba desesperada tratando de hacer amigos, pero no les quitaba ojo. Por error, me bebí un par de vodkas que los camareros servían en bandejas como si se tratasen de vasos de agua. En esas estábamos, cuando vi que un camarero sonriente y sonrosado se acercaba a mi marido con una bandeja repleta de vasos llenos de un líquido transparente, que Luis se apresuró a coger. Como notó que le estaba mirando y que llevaba un contador de su alcoholismo sin freno, se disculpó con cara de buen chico: “es agua”, a lo que el camarero asintió. Poco convencida, le pregunté al camarero si estaba compinchado con mi marido para hacerme creer que eso era agua simplemente. Y segura de mí misma, sin dejar de mirarlos, me mojé los labios con la copa. Era agua. La Ley de Murphy. El camarero huyó temiendo una pelea nuclear. Luis sonrió. Y yo pensé que ya le pillaría en la siguiente.
Contrariamente a lo que se pueda pensar, Luis y Michelle nunca se emborrachan (del todo).
Tampoco he podido disfrutar del “Fridays drinks”, del viernes, claro, por la noche. Ellos han ido juntos sólo una vez, después de que ambos se convencieran de que no hay nada mejor que hacer en Liubliana, que es “Cutre, cutre, cuuuuutre”. Todo transcurre de la siguiente manera: los dos entran en el local. Miran a su alrededor. Después de pasar unos infrarrojos por todas las mujeres presentes, comentar cuál es de su gusto y por qué, y a cuál se beneficiarían o no, se quedan callados. Luis decide irse a casa y Michelle se va a un concierto hasta las tres de la mañana.
Y es que Luis es de día y Michelle de noche.
Al día siguiente, Luis se despierta a las seis de la mañana y a las siete ya está tocando el timbre de Michelle, que, recién acostado, deja que su amigo se rinda y decida hacer tiempo tomándose un café. Pronto se levantará y le llamará a su móvil diciendo con su característico acento italiano “¿Y qué hacemos? ¿Nos vamos a Trieste?”
Y es que todos los domingos, cuando yo estoy en Madrid, me llaman desde Trieste (su refugio italiano) para decirme que no aguantan más, que están hartos de “Kutriana” (qué injusto, con lo bonita que es esta ciudad) y para confirmarme que Michelle ha decidido casarse, a pesar de ser un ferviente creyente de la poligamia pasiva (por el momento). Los domingos son muy, muy malos para un ánimo como el de éstos dos grandes pesimistas.
miércoles, 19 de noviembre de 2008
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1 comentario:
Sandra, tu blog es fenomenal. Magda y yo nos partimos. Escribes muy, pero que muy bien.
¡Continúa contando!
Besos,
JC y Magda
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